Mamma mia: Italia, la pasta y los tanos.

Aterrizamos y yo seguía en pleno vuelo.

Mi cabeza no creía donde estaba, y mi corazón menos. Cada vez que frenaba para concentrarme en lo que estaba pasando, sucedía algo nuevo. 

Los italianos, tanto para hablar de ellos. Caballería con mala fama y realidad incrédula al otro lado del Atlántico.  Dimos vueltas caminando, entramos a un bar de primera. Mi amiga y yo asustadas con el valor de los tragos, pero nos tragamos el miedo, y más tarde el orgullo, porque dejamos que nos lo paguen. 

Nos llevaron en su pequeño auto por un sinfín de curvas subiendo el cerro, hacia la mejor vista panorámica de La Spezia. Increíbles las vueltas de la vida. Increíble como nos topamos los unos con los otros, y como nos regalamos postales únicas de una noche entrante de primavera con luces cálidas que desplegaban su reflejo en el mar. De vez en vez nos mirábamos y era una película, de esas que te atrapan y querés volver para atrás a ver la escena completa de nuevo, porque sabes que esa sensación tiene fecha de vencimiento.

Lo único que no nos regalamos fue un beso para sellar esa noche porque estaban demasiado nerviosos. Los autos en Italia son ínfimos, diminutos, y aún así ellos pretendían tener sexo a bordo. 

Nos dejaron en el hostel y Edoardo me llamó arrepentido. Quería ir a otro lado. Entre un inglés a media lengua, su italiano y mi español, cada uno conversando con su compañero nativo, discutiendo qué pensábamos hacer, llegamos a la casa de sus padres. 

El paso que seguía era sacarle la llave a su mamá. Al parecer las madres tanas son mas severas que los padres. El niño no tan niño estaba horrorizado, y el sueño ya invadía nuestros cuerpos. Pedimos que nos lleven nuevamente al hostel y nos negamos a follar en el auto.

Una nueva aventura nos esperaba en Roma, o eso quisimos creer. Pero yo no dejaba de pensar en Barcelona y la posibilidad de que cada fin de semana sea como este.

Y es que en Venecia se fue la vara para arriba. La lancha, los policías, nuestros pasaportes, el restaurante y la verdadera capresse.

No recuerdo su nombre, pero no paraba de decir Mamma Mía. Un tano simpático, amoroso. Fumaba como una chimenea pero en su trabajo era todo un señor.


Entre risas y nervios entramos a su restaurante un miércoles a las 14.30hs después de la plaza San Marcos. Rodeadas de ladrillos y platos sofisticados elegimos nuestro menú. 

Comimos y agradecidas nos fuimos -con más hambre que antes-. Porque cuando probas algo nuevo, así de rico, querés más.


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