La hora del café, si es que existe

Todas las tardes se dirigía hacia la misma salida de la línea B. Paraná y Av. Corrientes.

Desde la apertura de puertas del subte ya sabía lo que se venía.

Caminaba veinte pasos y se cruzaba con una vidriera repleta de fragantes cajas de chocolates que inundaban el ambiente a pocos metros de la entrada.

Hacia pocas semanas que esta situación se había vuelto parte de su rutina, y, por alguna razón, era una de sus partes favoritas del día. 

Cada lunes y martes, frente a esa pared transparente por la cual se refractaban múltiples rayos de sol que provenían del oeste de la ciudad, estaba él.

Aparentaba ser un abuelo, del cuál nunca supo su nombre, pero la esperaba todas las tardes, alrededor de las 18.30 horas para saludarla, inclinando su mano de derecha a izquierda. 

Ella, con la música al palo resonando en sus oídos, le devolvía el mismo gesto e inmediatamente comenzaba a sonreír. 

Zapatos, zapatillas, botas de lluvia. Los días pasaban y las prendas de ropa también. Ella detestaba el verano, él era un apasionado de la estación.

Los meses corrían hasta que se cuestionó por qué no entraba al local a conocerlo en primera persona. A conocer su voz, a intercambiar más que una mirada. Pero se dió cuenta, que como todo, le gustaba mantenerlo en el recuerdo, en forma de anécdota, como un misterio sin resolverse, pero con una historia imaginaria de trasfondo. Sentía que si lo conocía, los pensamientos e ideas se limitaban, se definían, logrando interrumpir el proceso creativo del imaginario que a ella le gustaba provocarle a su cabeza. 

Juan, Eduardo, Oscar, Alberto, múltiples eran las opciones por las cuales podía llamarlo. Cada uno albergaba un personaje, un historia, un hombre, que tiempo después le serviría como material anecdótico para sus nietos. 

Vacío se sentirá ese día en el que deje de verlo. Asumiendo, de algún modo, que él ya no está entre nosotros. Pero en realidad la que ya dejó de estar quizá sea ella.

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